La camisa nueva que no me pongo



Miro concentrado mi camisa blanca de pequeños y delicados rombos azules que una modista diseñó para ser lucida por un anónimo como yo.

Lánguida y digna, como corresponde a las prendas que cuelgan de un gancho de ropas, se despliega entre las paredes del viejo escaparate de madera. Pareciera que un invisible pulmón respirara entre sus telas. Es como si tuviera vida propia: intuyo su armónico braceo, presiento que sus mangas se colgarán de mi huérfano cuello. No es pesada su quietud, y la ley de la inercia pareciera dotarla de movimiento propio.

Continúo observándola con intensidad severa. Respiro profundo, exhalo una bocanada de aire y me muerdo los labios. Aprieto los dientes y callo un impetuoso desagravio.

La camisa sigue ahí y entonces sé que entre los dos se cocina una secreta disputa. De ella brota una muda reclamación y yo riposto con una mirada fulminante de desprecio.

¿Para qué me las doy de insolente?

Cuánto quisiera palpar su suave textura, sentir su materia prima entre mis dedos agradecidos por tanta delicadeza.  Mis hombros, cansados y filosos, se relajarían con placidez al primer contacto con sus frescas y sedosas fibras. Para mi columna cansada sería una caricia dócil sentir el contacto de sus minúsculos tejidos.

Pero yo opto por la silenciosa retirada, porque en la camisa casi nueva que ya no me pongo quedaron las huellas y los aromas y el eco de la voz metálica de la amada que me abandonó.













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